miércoles, 5 de mayo de 2010

UN HUERTO DE LETRAS REPLETO DE FRUTOS

Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia y ex-presidente de la Institución “Fernando el Católico”

Letras Aragonesas. “Cien Búhos” (1993-2009). José Luis de Arce y José Ángel Monteagudo. DELSAN, 328 pp.

Este libro de 328 páginas es un diccionario-recordatorio, que conmemora de forma atractiva la parte más visible de la esforzada tarea que se impuso, pronto hará veinte años, la Asociación aragonesa de Amigos del Libro, entidad discreta, laboriosa e independiente que ahora preside Fernando Gracia, sucesor de José Luis de Arce. Tan discreta que ha dedicado “su” libro a hablar de los demás. Desde 1993 ha concedido cien galardones y el libro, en su parte sustancial, consiste en otras tantas semblanzas, las de los cien premiados. Se exponen, todo con brevedad, un currículo actualizado, que es de agradecer, y la semblanza que, en su día, se redactó para ser leída en la entrega de cada premio. Es un trabajo recopilatorio que hará, sin quererlo, las veces de un diccionario biográfico.

Variados destinos

No se trata solo de escritores. Muchos premios se concedieron a libreros, editores, encuadernadores y artesanos (hay quien fabrica libros por unidades, bendito sea), tipógrafos, impresores, fotógrafos, ilustradores, reporteros de altura (como Gervasio Sánchez), estudiosos y bibliófilos, kiosqueros (el inolvidable Antonio Vidal es uno) y –lo que resulta sobresaliente y me suscita un sentir cálido para con la Asociación- a un puñado de bibliotecarias de Aragón (son sobre todo mujeres), la repercusión de cuya tarea en los pueblos es valiosísima, hija de un esfuerzo y de una vocación a toda prueba.

Hay también premios a colecciones (CAI 100, la BArC, Olifante), e incluso a libros singulares: un libro hermoso, un libro inteligente puede ser distinguido con el galardón, que se le concede directamente, pasando (retóricamente) por encima de quienes lo crearon. Porque el libro es cada libro y nada es mejor que él. También es posible que el reconocimiento vaya a parar a un chico de diez años (ahora tiene alguno más) y a su conmovedora historia de orfandad, pero porque es escritor. La relación incluye a personas que nos han dejado (José Antonio Román, Luis Horno, Alfonso Zapater, Inocencio Ruiz, Ana María Navales, Rafael Ariza), vidas beneméritas (me parece que el decano es José Alcrudo; Rosendo Tello), artistas con trascendencia exterior (Francis Melendez), entidades (como la Institución “Fernando el Católico” o Heraldo), todoterrenos (Cano, Antón Castro, Luis Ballabriga), programas de radio, gestores, maestras de escuela…
La dispersión territorial expresa bien las intenciones de la entidad, vigilante como el búho que le sirve de emblema. Porque hay que estar bien atento para encaminar (con justicia) los premios a Monegrillo, Illueca, Fabara o Mas de las Matas y, así, hasta casi la veintena de localidades… incluida Alejandría de Egipto.

Un búho libresco

La Asociación se ha situado bajo los auspicios de un búho. O quizá sea al contrario. Un azulejo de Muel, blanco con su búho en azul, es el galardón que otorga. En las páginas del libro se le alude varias veces. De Arce dice sobre él que es “sencillo y consciente” y Joaquín Mateo, en una aguda pieza sobre quiénes y cómo somos, lo llama “búho lechuzo, un algo tarambana y pícaro”. Solemos confundir lechuza, mochuelo y búho y hablamos de la lechuza de Atenea, cuando es mochuelo. Como mochuelo suena un poco risible (colgarle a uno el mochuelo, cada mochuelo a su olivo) y lechuza tiene la fonética estrambótica de alcuza, merluza y gentuza, el instituto lingüistico decanta las simpatías por el búho.
Avezuela perspicaz, el humanista Juan Pérez de Moya (1585) lo acredita “entendido por Minerva. Ninguna cosa se le esconde por encubierta que parezca”. Como la Asociación, no se exhibe por el día, pues “tiene los ojos muy tiernos” y el exceso de luz los daña. Como subrayó Hegel, el ave de Minerva espera el atardecer para volar. Lo ha hecho muchas veces, en las aulas de la Biblioteca de Aragón, este búho doméstico y cercano que anida junto al Ebro. Allí, bajo sus grandes ojos luminosos, se trabaja en pro del libro, “luz del corazón, ornato de los sabios, vaso pleno de saber, compañero de camino, criado fiel, huerto repleto de frutos, revelador de arcanos, aclarador de lo oscuro, que contesta si es preguntado, acude presto si se le llama y obedece sin rechistar”, como dice un texto que parecería escrito por estos paisanos si no fuera un elogio que va para los mil años.

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