miércoles, 17 de febrero de 2010

Recuerdo a Rolando Mix por Carlos Bozalongo


Cuando un amigo desaparece resulta inevitable hacer balance de los abrazos, de las conversaciones, de las cartas definitivamente perdidas. Lamenta uno sin remedio esa rutina o esa lejanía que nos impidió disfrutar de su persona una vez más al mismo tiempo que agradecemos al azar o la buena estrella el don de su amistad y su magisterio, que favoreció un buen día un encuentro que acabaría dando forma a nuestra vida, a esa voz tejida de recuerdos a la que designamos con el pronombre de primera persona singular y que habla ahora en su nombre con la certeza de que la muerte se ha llevado una parte de lo que habíamos llegado a ser.
No es fácil, no es posible así rememorar a Rolando cuando aún me parece que voy a encontrarme en el buzón sus palabras llenas de aliento, cuando creo que de un momento a otro sonará el teléfono y oiré su voz, su dulce acento americano, empeñado en mantener viva pese a la distancia una amistad que cuidaba con un cariño que desconocemos a este lado del charco. Tengo que quedarme con nuestro último encuentro, con la fortuna de un adiós no programado unos días antes de que su corazón dejara de latir. Me quedo, en fin, con su abrazo y sus besos, con esa manera suya de saludar dándote todo su cuerpo, toda su fuerza, entregándose.


Porque si tuviera que rememorar a Rolando con una sola palabra esa palabra sería entrega. La misma entrega que llenó de vida sus versos. La misma entrega que llenó de azar su vida, la entrega que le enseñó a amar en cuerpo y verso como pocos lo han hecho.
Le dije entonces en público, porque era verdad y porque lo merecía, que me había enseñado el valor de la poesía erótica, de la que fue un maestro, que con ello me había enseñado a afrontar la muerte saboreando hasta el último instante de la vida. Me quedé corto. Tuve que haber proclamado que nos enseñó a todos a vivir la poesía, a llevarla al que la necesita, a encontrarla en nuestras pieles sudorosas por el amor, la entrega o el trabajo.


Pero ahora, cuando ya es tarde o cuando aún es demasiado pronto, sólo puedo decir que no puedo pensar en Zaragoza sin Rolando. No puedo concebir sin su voz y su presencia la vida poética de la ciudad en la que acabó su largo y azaroso exilio. No puedo imaginarme, en fin, sin el cordial, el constante y generoso magisterio de Rolando.
Con su muerte ha dejado de latir el corazón chileno de Aragón.


*Publicado en la revista BARATARIA (Diciembre, 2009)

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