viernes, 11 de septiembre de 2009

"Una mosca en la catedral" por Eva PALMA

Entró por casualidad, encaramada en lo alto de un lazo de color azul que llevaba una niña alta y preciosa. Fue en un día de fiesta. El templo, abarrotado de gente, parecía un hervidero. Hacía calor, demasiado calor para estar en junio. Y olía bien, muy bien, con una mezcla de incienso y flores.

La pequeña mosca que entró como polizón en el lazo de una niña, se encontraba bien en aquel ambiente, tan bien, que empezó a hacer sus pinitos y exploraciones del terreno. Bajó deslizándose por la rubia cola de caballo de la niña hasta su bracito… ¡nunca lo hiciera!, un abanicazo enérgico estuvo a punto de alcanzarla y huyó despavorida. ¡Qué susto! ¿Por qué se enfurecía tanto la abuela de la niña? Si no iba a hacerle ningún daño, sólo quería darle un beso… Sintiéndose terriblemente incomprendida se alejó cautelosamente refugiándose entre los tubos del órgano.

Desde arriba, contempló el panorama que resultaba bellísimo. El retablo del altar mayor con sus tonos de verde musgo, rojo y oro viejo; las luces, muchas luces, y las flores, muchas flores. Abajo, en el centro, los bancos alineados, repletos de fieles, que le recordaban los campos sembrados vistos en días anteriores; y lo que parecían mariposas sobrevolando y no era otra cosa que los abanicos de muchas señoras moviéndolos al unísono.

Luego, el recinto quedó vacío, en silencio, en paz, en sombra. Únicamente la luz del Sagrario, oscilante, bañaba de un tono rosado la imagen de la Virgen, de mármol blanco, que estaba en el lateral izquierdo.

No sabemos por qué la mosca de nuestro cuento decidió quedarse a vivir en el ambiente sosegado de la catedral. Lo mismo que entró pudo salir. Pero no lo hizo. Ajustó su vida, su corta vida a aquel recinto.

Aprendió a libar, como las abejas, en las flores. ¡Había tantas!. Saciado su apetito, buscaba un rayo de sol y allí hacía su “toilette”: trenzaba sus patitas una con otra, luego alrededor de la cabeza como si quisiera arrancársela, y por último las pasaba por sus alas, por dentro y por fuera, como un cepillo. Después hacía ejercicio volando en círculo, sin ir a ninguna parte, sólo por el gusto de volar, y acababa patinando por el cristal de las hermosas vidrieras. Según el color del trocito de cristal que pisaba, sus trasparentes alas se teñían de amarillo, verde, rojo o azul… Entonces soñaba que era mariposa.

La vida de las moscas es corta, muy corta, y el frío las mata. Cuando llegó el invierno, sus días estaban contados y ya no conseguía calentarse al sol. Un atardecer sintió sus alas más torpes. En la inmensa oscuridad del templo, su único punto de referencia era la luz de la lámpara del Sagrario y el resplandor de la escultura de la Virgen. Y a ella se fue. Asentó sus seis patitas lo más fuerte que pudo y se quedó quieta. Primero sintió frío, mucho frío. Después… ya no sintió nada.

Y aquí termina la historia de una pequeña mosca, con vocación de abeja, con sueños de mariposa, que escogió para morir el blanco mármol del pie derecho de Nuestra Señora.

Eva Palma

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